Hay quienes afirman que el virus HIV no existe, que nunca pudo ser identificado en el laboratorio. Hay quienes se justifican retrucando que al mutar tan rápidamente es sumamente difícil identificarlo. Muchos sostienen que el HIV es el virus causante del SIDA. Otros descreen de esta teoría ampliamente difundida.
Yo no puedo aportar ninguna prueba científica a esta discusión. Jamás miré a través de un microscopio, sólo puedo argumentar desde mi experiencia como paciente.
En los últimos meses de 1991, con 18 años, mi segundo análisis Elisa de HIV dio resultado positivo.
Fue como un torbellino que me despojó de mis antiguas ropas y me arrancó violentamente hasta
su centro, presentándome nuevas e inesperadas preguntas. La visita al Servicio
de Infectología del Hospital de Clínicas y la rutina de los análisis se
volvieron parte semiclandestina de mi vida cotidiana. Pero tiempo después, una vez que me habitué a vivir
enroscada en ese torbellino, muy en el fondo, más atrás del dolor por sentir la
injusticia de portar un virus mortal que ya no se iría; más atrás de la profunda
vergüenza del estigma; más atrás de la impotencia de no encontrar las palabras
para contarlo, me di cuenta que no tenía ningún síntoma de enfermedad en mi
cuerpo.
El HIV no era una enfermedad: la
enfermedad vendría, según me explicaron, inexorablemente después, si yo no
tomaba la medicación, que en aquellos años eran más de 10 comprimidos diarios.
El SIDA tampoco era una enfermedad: era un complejo de diferentes enfermedades
ya existentes, que se daban a la vez junto con la caída de las defensas
corporales.
El panorama
era el siguiente: no me sentía enferma,¡no estaba enferma! pero debía tomar
medicación de por vida. Una medicación sumamente fuerte, que no curaba ni la enfermedad que
no tenía, ni la que afirmaban que se despertaría en mi cuerpo. No me sentía enferma, pero tomando tal cantidad de pastillas diariamente seguro que me nacería ese sentimiento.
Imaginé entonces los medicamentos para VIH como esos marines yankis que suelen verse en las películas de Hollywood: perdidos en Vietnam, atrincherados en la soledad, armados hasta los dientes y disparando a todo aquello que se mueva. Por las dudas. Cuando no se sabe dónde está o quién es el enemigo, resulta casi imposible dar en el blanco. Dejar entrar estos “mini Rambos” a mi cuerpo me asustaba. ¿Cuáles serían los “daños colaterales” de su protección? ¿Cuál de mis órganos sería su primera víctima?
Imaginé entonces los medicamentos para VIH como esos marines yankis que suelen verse en las películas de Hollywood: perdidos en Vietnam, atrincherados en la soledad, armados hasta los dientes y disparando a todo aquello que se mueva. Por las dudas. Cuando no se sabe dónde está o quién es el enemigo, resulta casi imposible dar en el blanco. Dejar entrar estos “mini Rambos” a mi cuerpo me asustaba. ¿Cuáles serían los “daños colaterales” de su protección? ¿Cuál de mis órganos sería su primera víctima?
Al mismo
tiempo, gracias a una amiga muy querida, concurrí a un grupo en la Fundación
Huésped y allí tuve mi primer contacto con otros portadores del virus. Fue
revelador en muchos sentidos, me dí cuenta que el estigma del HIV, el mito de
“la peste rosa” estaba dentro mío desde antes de conocer el resultado de los
análisis. Mucho camino tenía por desandar (tengo por desandar) para desprenderme de los prejuicios discriminatorios que rodeaban al tema. Compartir, conocer
otras historias, saber cómo afrontaban otros la misma problemática me dio más
herramientas y fortaleza. Recuerdo que uno de los compañeros del grupo estaba
comenzando a tomar la medicación y le caía sumamente mal.
Fue mi tía quien
me acercó información sobre el doctor Leschot. Juntas concurrimos a una charla
que brindó en Buenos Aires y me pareció totalmente coherente su
postura respecto del SIDA y el AZT. También concurrí a una conferencia de un
profesional estadounidense auspiciada por la Fundación Huésped. A pesar de mis
escasos conocimientos de medicina, fui conociendo más acerca del HIV y el SIDA
y tomando una posición propia.
Mi
infectóloga, la doctora Elizabeth, siempre estuvo disponible para contenerme y
brindarme afecto. Fue mi apoyo constante. Ya me había sugerido tomar la
medicación, pero yo me resistí porque no me sentía preparada. No sólo respetó mi decisión de no consumir
ninguna clase de medicamento, sino que encontré en ella una calidez y amor enormes.
El acuerdo al que llegamos fue que, en caso de que mi recuento de linfocitos
CD4 fuera extremadamente bajo, comenzaría el tratamiento (claro que,
aunque mi recuento de linfocitos fuera bajo, yo no creía de ninguna manera en
la efectividad de las pastillas).
Así fue como cada
análisis de sangre (que me realizaba cada 4 o 6 meses) era un exámen de mi
estado de salud, una prueba que debía superar con éxito para evitar el
momento en que fuera inevitable medicarme. Era sumamente estresante depender
hasta tal punto de unos números impresos en un papel. Y sucedió, en la década
del ´90, que mi recuento de CD4 fue más bajo de lo que se esperaba. Pedí a la
doctora una tregua hasta el próximo análisis, le aseguré que en caso de que los
números continuaran disminuidos comenzaría con el tratamiento. Mi madre me
contactó con Marta Diaz, una profesional excelente que por medio de ejercicios
de visualización me enseñó a “ver” el virus y a tener una nueva relación con mi
cuerpo y mi sistema inmune. Esto me fortaleció física y espiritualmente, y en
el siguiente y temido análisis subieron mis linfocitos CD4. La medicación
nuevamente se alejaba del horizonte. Un respiro hasta el próximo resultado.
Luego supe
que había diferentes cepas del virus. ¿Sería entonces que la que portaba no era
tan letal? Pero quien era mi novio al momento del análisis había muerto dos
años después, en 1993 con apenas 21 años, portando mi misma cepa…
Tiempo después, a los análisis
de rutina se sumó la “carga viral”. El nombre del análisis indicaría que mide
la cantidad de virus que hay en el cuerpo, pero no. Lo que mide es la reacción
del cuerpo ante el supuesto virus. Para la teoría oficial de HIV-SIDA, podría
graficarse como el recorrido de un tren: el recuento de linfocitos CD4 indica en
qué estación estamos, la carga viral indica a qué velocidad vamos, el fin del
recorrido ya lo sabemos…
Veinte años pasaron desde aquél test de HIV que me dio positivo. Veinte años en que, salvo durante los meses de mi embarazo (que relataré en una próxima entrada) no he seguido el tratamiento medicamentoso sugerido.
No enfermé de SIDA, no morí. Llevo una vida plena y todo lo feliz que puedo. A partir del año 2010 dejé de concurrir a la consulta tradicional y estoy atendiéndome con el Dr. Diego (de quien ya hablaré), que me ha abierto un nuevo panorama de la medicina...
No enfermé de SIDA, no morí. Llevo una vida plena y todo lo feliz que puedo. A partir del año 2010 dejé de concurrir a la consulta tradicional y estoy atendiéndome con el Dr. Diego (de quien ya hablaré), que me ha abierto un nuevo panorama de la medicina...
(continuará...)
Comentarios
gracias. Tenés razón, voy a poner el mail a la vista, es viviendoconel@gmail.com, saludos!
sí esa es la idea, poder llegar a acompañar a quien se encuentre en ese momento en que todo parece derrumbarse... y conocer otras experiencias, fortalecerse!
Abrazo